miércoles, 1 de junio de 2011

La inflación, un producto del nacionalismo monetario

Utopía o no, el acto de la desaparición es sensiblemente más ordinario que la peregrina circunstancia de crear algo de la nada. A pesar de tan extraño mérito, cuando los bancos centrales crean dinero de la nada para financiar los enormes gastos del gobierno de turno, no sólo están cediendo a las presiones de sedentarios oficinistas adictos a los manuales de la burocracia, sino también a experimentales impulsos malabáricos de quienes se atribuyen el derecho de empobrecer aún más, a las que ya sufren la pobreza y desigualdad. Desde este punto de vista, la inflación es la pérdida de valor del dinero ocasionado por quienes ejercen el monopolio de la emisión del dinero.

Éste es el argumento central de quienes proponen quitarle a los bancos centrales el monopolio del dinero. “La desnacionalización del dinero”, un estudio de Friedrich Hayek, es, todavía hoy, la punta de lanza de quienes imaginan una segunda vía para el mercado de dinero y un movimiento en respaldo de la moneda libre. El economista insistía en que la moneda no tiene que ser creada por una autoridad única, sino que lo mismo que los idiomas, las leyes y la moral, la moneda emerge y evoluciona en forma espontánea.

Aquí no hay utopías ni mérito alguno. Partidos políticos encaramados en gobiernos de todas las banderas y latitudes, han encontrado en la inflación la fórmula del fraude más implacable. Las grandes inflaciones de la historia, como la del emperador romano Diocleciano y la del rey Enrique VIII, fueron causadas por esconder metales de baja calidad en monedas de oro acuñadas en la órbita real y, desde la aparición de los billetes, por imprimir demasiados, muchos más de los realmente necesarios.

En este sentido, hay que remontarse a la época de los monarcas para comprender la esencia de la moneda, un invento del mercado. En aquél entonces, quienes vivían del comercio descubrieron que había una forma mucho más eficiente de llevar adelante una transacción que el trueque. Fue en ese tiempo que los reyes descubrieron los beneficios del monopolio de la emisión de dinero. Para algunos, eso formaba parte de la esencia de la soberanía del “príncipe”. Para otros, era -y es-una manera fabulosa de cobrar el más implacable de todos los impuestos: el impuesto al uso del dinero.

Para los argentinos, debiera ser inaceptable llegar a 2012 aceptando una inflación del 25% anual. En 2 años, se pierde la mitad del valor del dinero, lo que constituye un fraude realizado a gran escala, un latrocinio inexcusable que nunca, nunca, nunca puede ser compensado por el ajuste salarial, ya que este llega siempre tarde, y no se aplica con igualdad entre los trabajadores. A esto se llama, ilusión monetaria. Huelga decir entonces que, en algunos casos, el crecimiento espectacular del control estatal sobre la economía sería mucho más difícil sin tener el control absoluto de la emisión de dinero. Resultan entonces poco creíbles las acusaciones cruzadas y los pedidos de “sensatez” al gremialismo por parte de la Casa Rosada. Moyano no tiene la culpa de la inflación. Tampoco los empresarios. Ellos sólo observan que la moneda pierde valor y que los precios aumentan y hacen lo suyo. Creer que el mediador hace que suban los precios es una idea tan reñida con la lógica como creer que el otoño es causado por la caída de las hojas de los árboles.

Uno podría discrepar con la idea tan difundida de que los funcionarios gubernamentales, en este caso los directivos de un banco central, son los guardianes desinteresados del bien público. Por el contrario, cada vez más, y en todo el mundo, resultan los artífices de políticas que en muchos casos son el reflejo de un raro nacionalismo monetario, fenómeno que resulta border con la inflación. Ya es hora de un cambio.

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